ABANICO
EL PAÍS DE LOS VERDUGOS
/Por Ivette Estrada/
En México discriminamos, segregamos y desvalorizamos por cuestiones tan diversas como edad, credo o género, pero también por la orientación sexual, etnia e incluso color de piel y nivel socioeconómico…
A la par que subyace un odioso sistema de castas segregamos por factores como grado de alfabetización digital e incluso el estado de salud de un individuo. Si: somos una sociedad que no tolera la enfermedad ni la discapacidad.
Desconocemos la diversidad neurológica, por ejemplo, y nos aferramos a sistemas de educación y capacitación homologados sin considerar que todos poseemos distintos tipos de inteligencia y los pseudo síndromes sólo evidencian maneras diferentes de comprender y aprehender el mundo. Vivimos inmersos en una paradoja: queremos pertenecer y ser “normales” y al mismo tiempo luchamos ferozmente por ser diferentes.
Esta ambivalencia de pertenecer y al mismo tiempo diferenciarnos, nos vuelca en modas obtusas y discrepancias inauditas que lo único que hacen es escondernos a nosotros mismos de lo que somos y podemos lograr hacer y tener. A a par, sin embargo, nos sumerge en una esfera distópica y nos arenga a la división y el odio. Nos adentramos en una lucha de todos contra todos.
Paradójicamente, a medida que peleamos contra jóvenes, viejos, hombres, mujeres, bancos y morenos, citadinos y habitantes de pueblos originales. ricos y pobres y un largo etcétera, cada uno de nosotros nos vamos destruyendo y pulverizamos o que somos.
En a medid que descalificamos, segregamos y atacamos a otro, nos pulverizamos a nosotros mismos, a nuestra esencia, raíces, historia, costumbres, ideas e incluso a la materia que nos forma. La intolerancia a los otros repercute en la apreciación que tenemos de nosotros mismos. Somos espejos. Lo que vemos en otro está en cada uno de nosotros.
Ahora, una de las discriminaciones de las que menos se admite es a la discapacidad y enfermedad. La razón es nuestro miedo silente y crudo al dolor y a ya no poder hacer determinadas cosas. Entonces engendramos un rechazo inadmitido a quien padece un mal físico o mental. Odiamos. El miedo es odio bajo las formas de intolerancia, desesperación, burla, crueldad… Nos volvemos verdugos de otros, pero al hacerlo cometemos el crimen más horrendo contra la humanidad: nos autoflagelamos y suicidamos.
El autoataque es el principio de fin de las sociedades de verdugos, de los países donde se polariza y se matan ideas divergentes. Son naciones donde intelectuales, luchadores sociales y periodistas peligran. Son geografías donde el divisionismo permite que una oligarquía mantenga sus privilegios. E truco remite a un adagio popular: divide y vencerás.
¿Realmente merecemos estar en un lugar sí o podemos construir una realidad diferente con la consciencia de lo que pasa y la propia aceptación a los otros? Existen dos opciones: continuar con espiral de miedo-odio u optar por el respeto, la tolerancia y el amor.