ABANICO
LA FRAGANCIA DEL MEMBRILLO
/Por Ivette Estrada/
Nuestros recuerdos y creencias están anclados a los aromas. Son una parte fundamental de la vida. También representan a las personas más significativas y trascendentes de nuestro camino. Es como si el mapa olfativo prevaleciera a la realidad física y nos remontara a mundos sensoriales y paradójicamente metafísicos.
El dulce de tejocote – azúcar, fruta y canela- es el olor que me remite a la infancia, a la casa de mis abuelos maternos. donde nací y viví hasta los ocho años. Una casa grande, llena de trinos de pájaros, un estanque donde hubo peces de colores y después la habitó una alfombra verde de moho y leyendas.
En el patio central deambulaban gansos y la historia de un cuervo, infinidad de gatos con el mismo nombre: Solovino. Lo proverbial de esa casa era una cocina donde mi abuelita Angelita preparaba los platillos más ricos que nadie pudo emular. Era un recinto de magia donde me adentré en la filigrana olfativa, mapa de vida.
Quedan entonces olores que me remiten al enlace del chile verde, jitomate y ajo, manteca de cerdo, tortillas doradas y perejil recién cortado. Queda desde entonces la añoranza del vaho de champurrado.
¿A que huele el papel? A esas inmersiones por geografías y tiempos que en la realidad tridimensional tal vez no existen. A los largos veranos en que mis papas y hermanos nos devorábamos historias diferentes y soñábamos con otras realidades que comentábamos después. El olor a los libros se convirtió en una llave de imaginación y deleite. Y sí, a través del aroma de la celulosa añosa redescubro el placer, siempre antiguo y misteriosa y paradójicamente nuevo también.
Pero hay otros aromas que me encandilan, los que marcan una inmersión bellísima y perdurable, el misticismo en el incienso y copal, el aroma que se resguarda en las iglesias, en las procesiones y altares. Es el olor que guía las respuestas a las preguntas milenarias y reiterativas de todos los hombres, de todos los tiempos y razas: ¿para qué estoy aquí?
Y aparecerá el deleite, el aroma del pan. El símbolo hedonista más grande. “Santo olor, decía el poeta jerezano López Velarde y tenía razón. Y aunque somos una cultura del maíz, con una gastronomía inmensa basada en ese grano, su fragancia remite a dolor. El maíz es una esencia de tristeza, de dioses caídos y templos desaparecidos.
Corre a vida y emergen aromas nuevos que distinguen a cada persona: limón y yerbabuena, como preludio de los milagros, eucalipto y manzanilla son tributo a las mujeres en mi árbol genealógico, el tabaco como símbolo eterno e imperdible de mi padre.
Y después emergen en mi vida los aromas son un rehilete de estampas y vivencias. Emergen como un rehilete de fragancias en el que aparece el olor tenue de las hojas, el perfume alegre de pasto, los aromas reconfortantes de la leche, el erotismo de la leña, el aroma al chocolate y el café cercano a una hoguera, la primera piel con la que develaste la infinitud del mundo…
También hay aromas parteaguas: la cera que languidece cuando despides un alma de tu vida, los crisantemos que amortajan dolores, la chispeante alquimia de la mazana y el alcohol, el fuego benigno del rompope y la canela.
Y hay una fragancia persistente y nueva ahora: el membrillo, un aroma de juegos y risas que ya no existen, una hermana que no está en tu entorno ya, aunque compartas con ella este plano material todavía. La despido con infinito amor. La espero siempre.