Columna: El Quinto Patio
Fábulas de un gallinero
/Por Carolina Vásquez Araya/
Era la más suculenta y todos querían apoderarse de ella. Era la gallina de los huevos de oro.
Entre errores y palos de ciego, el virus invisible y mortífero se fue deslizando, sin mayores obstáculos, por todos los resquicios de este enorme patio de gallineros en donde vivimos, gracias a la oportuna confusión de los ignorantes mandamases del lugar. Digamos que están confusos ante este enemigo que nadie logra capturar, porque afirmar que lo hayan introducido a propósito –aunque algo de eso se rumora en algunos círculos- constituye una afrenta contra el buen espíritu y la transparente conciencia de los amos del planeta, lo cual ha sido aclarado ante los medios en un tono de justa indignación. En fin, el asunto es que ahora ya nadie está fuera de peligro. El bicho innombrable logró introducirse sin mayor problema hasta en las cortes celestiales y mandó a la cama a príncipes y ministros, pero también a millones de aves menos afortunadas.
El gallo más altanero e impertinente aprovechó su gran influencia y, aunque la prensa no le soporta sus arrebatos, consiguió suficiente audiencia para emitir con absoluta seguridad toda clase de hipótesis, a cual más descabellada. Comenzó afirmando su convencimiento de tener información fidedigna sobre el origen del mal y luego prometió una vacuna “exprés” para antes de fin de año. Es decir el bicho, según este arrogante plumífero, tenía su origen en un gallinero enemigo por allá muy lejos de sus territorios. Después lo negó, pero el daño ya estaba hecho y todos repitieron el cuento hasta cansarse, a pesar de los esfuerzos de otros gallos más sabios para detener especulaciones peligrosas y la maledicencia de las cortes. Sin embargo, poco a poco y en una confusión absoluta, los gallitos menores comenzaron a repetir las consignas del gallo mayor y en todos los gallineros reinó una total confusión porque nadie sabía con certeza cuál era el camino a seguir.
A todo esto, las pobres aves habitantes de los niveles inferiores de los gallineros, comenzaron a darse cuenta de que pasaba el tiempo y nadie sabía con certeza qué hacer para parar los contagios y salvarse de morir asfixiadas. Las encerraron, separaron a las contagiadas, ordenaron el confinamiento con horarios estrictos, las obligaron a cubrirse el pico y les impidieron salir a comer. Nada de eso funcionó y, entonces, preocupados los mandamases por la pérdida de ingresos, relajaron las restricciones pero sin haber investigado si servían de algo o no. En fin, que pasaron los meses y no había manera de saber cómo manejar la crisis.
A todo esto, los más ricos y poderosos empezaron a perseguir a la gallina de los huevos de oro: la vacuna. Conscientes de la importancia de esa faena, no dudaron ni un instante en establecer tratos e iniciar conciliábulos para negociar los beneficios más ventajosos de esa prometedora empresa. Que siguieran cayendo los pollitos y las ponedoras no representó preocupación alguna para estos grandes emprendedores, quienes vieron en la fabricación de la vacuna el negocio del siglo y decidieron agenciarse la exclusividad y, por supuesto, con ella los enormes beneficios de este posible y trascendental descubrimiento.
En fin, la vacuna inexistente ya ha causado revuelo de plumas por aquí y por allá con la promesa de una inmunidad no garantizada y la cual ¡qué duda cabe! será tan cara como para resultar inaccesible a las capas pobres. Así las cosas, es fácil deducir cómo serán los meses futuros y quizá los años venideros mientras los gallos más gallos se siguen recetando todos los privilegios gracias a que tienen -y siempre han tenido- la sartén por el mango.
Las capas más pobres serán siempre las más desprotegidas.
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