Columna El Quinto Patio
Por Carolina Vásquez Araya
La profunda miseria de los pueblos forma parte de un plan estratégico.
Solemos ver los acontecimientos como reflejos segmentados de un caleidoscopio; un juego de espejos que nos obliga a separar en trozos dispersos algo que -visto en toda su dimensión- podría darnos una perspectiva más precisa del espeso caldo político en el cual están sumergidas nuestras naciones tercermundistas. Por ello, es preciso comprender que la pobreza es parte de un plan y los grandes estrategas saben muy bien que para conservar el control del hemisferio sur hay que aplicarlo sin concesiones ni medias tintas. Para ellos, los grandes conglomerados de seres humanos privados de medios de subsistencia son daños colaterales necesarios en esa cruzada por el enriquecimiento de los más ricos y el control de los recursos valiosos de nuestras naciones.
Para ello, cuentan con la complicidad graciosa de gobiernos hundidos en la más grosera y vil corrupción. Son sus peones –los más insignificantes- y precisamente por su carencia de valores, su desprecio por la ley y su ignorancia respecto de la historia de sus pueblos, estos peones son capaces de hundir a sus países más allá, incluso, de las intenciones de sus amos. En Centroamérica se puede observar con prístina claridad el entreguismo de gobiernos aliados con el mayor de sus enemigos: un remedo de sistema neoliberal extremo, cuyo efecto ha sido colapsar a sus instituciones y a sus economías aplastando toda oportunidad de desarrollo. Guatemala, Honduras y Nicaragua no pueden definirse por el color político de sus gobernantes –porque no hay ideología que justifique tanta miseria moral- sino por los hechos que los colocan entre los más represivos, violentos y corruptos del continente.
El caos institucional, las violaciones de los derechos humanos, el desprecio por el estado de Derecho y un estatus permanente de incertidumbre en el cual se debate una ciudadanía abandonada a su suerte, los han convertido en un ejemplo de lo que no debe ser. Sus estrategias de intimidación contra pueblos ya debilitados por el solo hecho de carecer de medios de subsistencia mínimos, funcionan como un freno a la acción ciudadana, mecanismo esencial de toda democracia. En este contexto viciado, los negocios más prósperos son los monopolios, el tráfico de seres humanos y de drogas, en ese orden.
La indiferencia de autoridades e instituciones por el destino de miles de niñas, niños, adolescentes y mujeres desaparecidos sin dejar huella permite deducir la complicidad de sus instancias encargadas de la seguridad ciudadana. Así de podridas están las estructuras institucionales. A esto se añade un plan maestro de larga data, concertado con los sectores de poder económico para mantener a sus pueblos alejados de toda posibilidad de empoderamiento a través de una educación de calidad, acceso libre e ilimitado a la información y la garantía de un sistema de salud capaz de prevenir y evitar la desnutrición crónica que –solo en Guatemala- afecta a más de la mitad de la población infantil.
El cuadro no responde a un castigo divino ni a un infausto destino marcado por la rotación de los planetas. Es parte de un plan perverso pergeñado por mentes maquiavélicas con el único propósito de apoderarse de las riquezas de los países para acrecentar las arcas de un puñado de seres todopoderosos capaces de definir el destino de las naciones con la complicidad de títeres locales. Es, en otras palabras, el mapa de los deseos dibujado por un sistema económico voraz y carente de humanidad, ante el cual los pueblos empobrecidos son indefensos. A menos, claro, que sean capaces de elevarse por sobre sus diferencias para elegir, de entre toda la basura electoral, a sus mejores cuadros políticos.
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