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Hay esperanza y vida después del alcoholismo: Marcelino

 

  • ¿A dónde vas Marcelino?, ¿Acaso piensas regresar a lo mismo?, me cuestionaba

/Por Ricardo Contreras Reyes/

Toluca de Lerdo, Estado de México.- Recuerdo la fecha como si fuera ayer: 24 de junio de 1987.

“Seguramente la resaca ya está haciendo de las suyas”, pensé.

Estaba tirado en la cama de mi casa luego de una borrachera fenomenal, pero en esa ocasión, me sentía muy mal. ¡En serio¡

Se me trabó la quijada, sentía un intenso frío, los brazos se me adormecieron, sentía calambres en el estómago y el cuerpo me dolía. Estaba deshidratado. Fue necesario llamar a una vecina que era enfermera para que me inyectara suero. Sin embargo, las molestias continuaron.

Al ver que no mejoraba, le pedí a mi vecina que me quitara el suero. Ella accedió y sugirió que lo mejor era que me llevaran a un hospital.

Mi familia, preocupada y harta de tantos años de alcoholismo (en realidad fueron 10) decide llevarme a una casa de recuperación.  Cerca de las 10 de la noche me ingresaron. Lo primero que me sorprendió fue el trato amable de la gente.

Seguramente me vieron muy mal porque un compañero de enfermería me puso el suero y pasó toda “la noche en vela”. Pero al día siguiente siguieron los malestares, nada cambió. Los compañeros me agarraron de las manos y al mismo tiempo que me inyectaban Valium me dieron un trago de alcohol.

¡Esta experiencia me hizo reaccionar! Pero a los pocos días ya me quería ir a mi casa a seguir cotorreando. El domingo que era el día de visitas y donde varios compañeros comparten su testimonio y su experiencia en el consumo de alcohol, intenté escaparme.

Como pude me acerqué a la salida y sin que nadie me viera, me salí.

De pronto, de manera vertiginosa, algo me detuvo. Una voz interior de dijo con insistencia:

  • ¿A dónde vas Marcelino?, ¿Acaso piensas regresar a lo mismo?

Y sin que nadie me obligara, me di la media vuelta y regresé a Alcohólicos Anónimos. Fue lo correcto, porque regresar al vicio era volver a lo mismo, a la recaída de un camino quizás sin retorno y sin final feliz.

Mientras caminaba hacia el Centro de Alcohólicos Anónimos sentía que flotaba, me sentía ligero y tenía la sensación de que me había liberado de una pesada losa.

Ingresé a la sesión dominical muy gustoso, disfruté el testimonio de mis compañeros, lloré de emoción y sentí que había encontrado mi propósito en la vida.

Ese día me prometí que al año siguiente daría testimonio de mi experiencia con el alcohol. Y la promesa la cumplí.

A partir de ese momento “me agarré fuertemente” del Grupo Alcohólicos Anónimos, Sección México.

Luego de mi rehabilitación me integré al centro de mi comunidad y a partir de ahí continúo sirviendo con otras actividades y otras responsabilidades.

La soledad fue mi compañera

Recuerdo una navidad que dejó marcada mi infancia, tendría acaso 10 años de edad. La víspera de la navidad auguraba grandes festejos en las casas de mis vecinos.

Era evidente la alegría contagiosa de mis amigos de la cuadra al abrir los regalos y compartirlos con sus hermanos y parientes, la aparente tranquilidad de mi colonia de pronto se interrumpió con las notas musicales de los discos de acetato. Comenzó el baile, los señores abrían las botellas de sidra, chocaban las copas con sus parejas y con sus amigos por la llegada de la navidad.

Desde la ventaba observaba todo. Cruzado de brazos añoraba una fiesta similar. Al fondo de la sala, mi abuela -quién había perdido totalmente la vista- dormitaba en su mecedora. Solo estábamos ella y yo.

No se cuánto tiempo estuve ahí. Pero como un martilleo constante sobre mi cabeza, una preguntaba me abrumaba: “¿y mi mamá porque no esta conmigo?

De mi padre mejor ni hablamos, a él nunca lo conocí y nadie me supo dar razón de quién era, dónde vivía y a qué se dedicaba. Desde que nací mi “jefa” asumió el rol de proveedora del hogar y siempre trabajó como empleada doméstica en la Ciudad de México.

Cada fin de semana venía a Toluca, pero en las fiestas importantes como la Navidad, Fin de Año, mi cumpleaños o el Día de la Madre, ella siempre estaba ausente.

Recuerdo que un 10 de mayo en la escuela (primaria) hice con mucha emoción una manualidad con mucho cariño para ella, me esmeré en que fuera el mejor regalo, ¡pero cual sería mi sorpresa que a la hora del festival mi madre no llegó! Desconsolado, se lo entregué a mi abuela.

La soledad fue mi compañera durante muchos años y el alcohol llenó ese vacío.

A los 13 años inicié tomé mis primeras cervezas. Pese a que hice promesas a mi abuela y a mi religión, jamás les cumplí. Durante 10 años me sometí a varios tratamientos médicos para dejar de tomar, pero los esfuerzos fueron en vano.

Mi abuela -como ya dije antes- era ciega pero se daba cuenta de que todo el día andaba borracho, hasta me decía “por lo menos come algo para que aguantes”.

Pero el alcohol no tiene finales felices. Hay mucho sufrimiento, pero a veces es necesario sufrir.

Dejar de beber tienen que venir de una necesidad.

Hay “mucha vida” y esperanza después del alcoholismo.

En Alcohólicos Anónimos he tenido muchas satisfacciones, hemos reintegrado a muchas familias, tengo la satisfacción de poner mi granito de arena.

Ese ha sido mi mejor premio.

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