domingo, noviembre 10, 2024 - 12:58 am

Tatoj

Crónicas de una Inquilina

Tatoj

 /Ilka Oliva Corado/

La última vez que lo vi me dijo mi Tatoj:  “Prieto, me voy a morir,” fría y directa como es natural en mí, le contesté quitada de la pena: “Tatoj, no te ahuevés, todos nos vamos a morir”.  Casi al mes de esa conversación falleció mi Tatoj, la noticia nos tomó  a distancia,  en la diáspora,  a miles de kilómetros de Guatemala,  hace apenas 5 días.

Soy la hija que desde la adolescencia menos lo abrazó y menos lo acarició, soy la hija más  herida, la única vehemente. Sin embargo de sus 4 crías soy la que más lo disfrutó y sucedió en mis primeros años de infancia; esa relación le dio raíces profundas y fuertes a mi vida.

Tenga el privilegio que a mi papá yo no necesito verlo en una fotografía, basta con verme al espejo pues físicamente soy idéntica a él.  Tengo sus gestos, la forma de sus ojos, sus labios, sus cejas, su color de piel y sus piernas rollizas. Sonrío como él.  Le heredé el amor por los deportes y las actividades al aire libre, el amor a la tierra y al monte. Y hasta me paro como él. La poesía y mi afinidad por las artes también son suyas. Tengo el privilegio de haberle heredado hasta la  locura. ¿Qué más necesito? Nada.

A mi papa le celebro la vida, pues vivió y vivió con ganas.  No me visto de negro porque no creo en esas cosas, tampoco en los rezos ni en encender cirios blancos para el descanso de su alma. Mucho menos en la culpa de llenarle la tumba de flores, ¿ya muerto para qué?, no las va a ver.  Soy de las que piensa que es en vida, lo demás es hipocresía  o culpa. Pienso también que no hay más allá, ni cielo ni infierno;  que todo está aquí en vida, que  la muerte es un sueño profundo del que no se despierta nunca, es un descanso eterno.

Dos cosas me cambiaron la vida para siempre: una fue conocer la miseria en la que nacieron y crecieron mis padres, esa crueldad de dejar el pellejo y los sueños en los campos de algodón siendo apenas niños, la otra fue conocer la tierra donde nació mi Nanoj y nací yo. Aquella pobreza que le seca el alma a cualquiera me hirió de por vida.

Enterarme que mi papá los primeros años de su vida los pasó durmiendo en las calles junto a sus hermanos, pues sus padres se habían separado y mi abuela los dejó con   mi abuelo alcohólico (poeta natural) a quien le daba la noche en las cantinas del pueblo. Un paria desgastado por el trabajo duro de jornalero, también sobreviviendo en la miseria y la exclusión,  a quien su padre no quiso reconocer pues nació fuera del matrimonio.  Y creció a distancia de sus hermanos, familia acomodada de buenos recursos  en el pueblo.

Y ahí en la calle debajo de la carreta de bueyes se quedaban a dormir sus hijos a quienes cargaba  todo el día mientras él amansaba bestias, pues ése era su trabajo aparte de cortar hojas de tabaco en las fincas.   Cuentan que mi abuelo paterno le hacía poemas a las flores, a los ríos y a los árboles, los memorizaba porque  no podía leer ni escribir.  El primer y el único poema que me sé de memoria me lo enseñó mi papá cuando yo estaba en cuarto primaria, son versos que andan en los caminos reales en su pueblo natal.

Mis abuelos eran analfabetas.  Mis tíos y mis padres que no llegaron ni a tercero primaria, pues estudiar era un lujo al que ellos no tenían acceso, empezaron a trabajar a corta edad para ayudar en la crianza de los hermanos pequeños, de la misma forma en la que nos tocó a mi hermana mayor   y a mí.

La pobreza  en la que crecimos era un lujo comparada con la miseria  y las carencias con las que crecieron mis padres y mis tíos. Mi infancia de trabajo y escasez y conocer mi raíz a través de las vidas de mis padres y  mis abuelos, desde muy corta edad me hicieron ver la vida de forma distinta: sin filtro, a quema ropa y en carne viva.  Desde ese despertar a la realidad yo me prometí regir mi vida con la dignidad de mi herencia ancestral, que todo lo que hiciera y a donde fuera sería  para honrar la infancia de mis padres, a mis abuelos y bisabuelos. También al comprender mi realidad decidí no tener hijos para que nuestra historia no se repitiera en ellos.

De los  8 años a los 23, (edad en la que emigré) tengo pocos recuerdos con  mi padre pues comenzó a trabajar de piloto de tráiler y lo  veíamos  una o dos veces al mes, que solo llegaba un día o dos a cambiar de ropa y se iba. Lo que me aferra a él, a su olor de piel, a sus abrazos es mi primera infancia. Cuando se iba lo extrañaba tanto  pues solo pasaba pegada a él,  me ponía sus zapatos y sus camisas a cuadros, eso me hacía sentirlo cerca.  Pasaron los años y   vinieron las heridas, enterarme que mi padre también era humano y hombre  y que tenía defectos, mi forma de verlo y sentirlo  cambió para siempre. Lo aprendí a querer de otra manera.

Tengo recuerdos jugando fútbol con él, haciendo barriletes juntos, yendo a cortar leña, haciendo adobe juntos, yendo al mercado La Terminal juntos. Y gracias a esa primera infancia como piña todos los días, por reverencia y agradecimiento  a mi padre, pues cuando íbamos comíamos piña  cerca de las ventas de papaya y sandía:  un ritual que  fue solo nuestro.  Por sus cejas que también heredé no me depilo las mías, verlas idénticas a las suyas alegra mi vida  y ha sido mi forma de tenerlo cerca.

Un recuerdo que mantengo intacto, fue una vez que mi Tatoj estaba sin trabajo y lo llamaron  para ir a cargar unas cajas de libros a una editorial, yo tendría como 7 añitos y lo acompañé, aquel hombre sudaba cargando y subiendo las casas al camión, cuando terminó le preguntaron si quería que le pagaran o  una caja de libros. Mi papá que hizo hasta segundo primaria y que no tenía noción de lo que eran los libros, prefirió la caja de libros, que resultó ser la colección completa de José Milla y Vidaurre. Llegamos a la casa con la caja y sin dinero, comimos tortillas con sal, pero mi padre tenía libros para sus hijas. En ese tiempo sólo éramos mi hermana mayor y yo, los cumes no habían nacido. En el instante en el que mi papá cambió el dinero por los libros a pesar de la necesidad de comida, me cambió la vida, me la estaba marcando para siempre, no lo supo él ni yo en ese momento, lo entendí con los años. ¿Qué más necesita una hija de un padre? Nada, más nada.

A mis padres nunca los he podido ver como lo que son, los veo como hermanos, ni siquiera hermanos mayores, pues como resistencia a la vida decidieron mantener la edad mental de la adolescencia  y es algo que comprendo muy bien y que no les cuestiono porque cada quién se enfrenta a la vida como puede. De dicha lograron criarse ellos y criarnos nosotros, desde temprana edad nos tiraron a la vida, como quien lanza una piedra al vacío de un acantilado; suficiente muestra de amor, pues con eso nos dieron la libertad de decisión y acción y la fuerza inquebrantable de los parias.

Los recuerdos más íntimos que tengo con mi padre  me los llevo conmigo hasta la tumba. Son suyos y míos.

Mi  Tatoj ya está descansando, vivió su vida como pudo y como quiso dentro de sus carencias emocionales y económicas, de la misma forma en la que yo estoy tratando de vivir la mía. Raíz profunda de mi vida, me deja la honradez y la dignidad de levantar la cara, de no ahuevármele a la adversidad y ponerle el pecho a los pijazos que sean. Agradezco la noción de familia con la que nos criaron y la inestabilidad emocional y económica que al final nos ha dado la fortaleza para enfrentar lo que hay afuera, eso ninguna universidad lo da, eso se trae como herencia ancestral.

A mi Tatoj lo honro con mi vida, con  mi actuar de todos los días, no hay más, es eso o nada.  Tengo el orgullo de ser hija de dos  parias, campesinos, jornaleros que retaron  a la adversidad formando una familia, (desquebrajada y despeltrada) con la que llenaron de esperanza la desventura de la miseria.

A la salú de mi Tatoj, que allá donde esté, ¡por seguro que anda encaramado en su caballo de patas blancas! Cualquier día lo alcanzo.

Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com/2017/02/21/tatoj/

Ilka Oliva Corado  @ilkaolivacorado

21 de febrero de 2017, Estados Unidos.

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