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Mamá a los 17, retrato de país

  • Quién hubiera dicho que su vida dejaría de pertenecerle… 
/CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA/

Los embarazos en niñas y adolescentes son siempre forzados. Si no por la fuerza física, son consecuencia de un sistema patriarcal que las somete a la voluntad de otros en un círculo cerrado de decisiones ajenas. De ahí surgen los matrimonios de niñas con hombres adultos, sacralizados por una sociedad cuyos valores tienden a preservar los privilegios de quienes poseen el control económico y político en sus comunidades. La población, entonces, es incapaz de proteger a este sector tan importante al cual no se le reconoce derecho alguno a pesar de existir un marco jurídico rico en leyes cuyo fin es preservarlo del abuso y garantizar su desarrollo pleno, libre de violencia.

La mirada cínica del sector político sobre el grave problema de los embarazos precoces en Guatemala se traduce en expresiones de una profunda ignorancia, cuyo tono e intención señalan a las víctimas y justifican a los victimarios. Las violaciones sexuales, una práctica habitual en hogares, escuelas, campos deportivos e incluso en templos e iglesias, perpetrados por hombres acostumbrados a hacer su voluntad sin temor a las consecuencias, es el centro neurálgico de uno de los factores de retraso social más importantes del pais.

Una niña embarazada es una niña violada. Y una niña violada ha perdido no solo su integridad física sino también el equilibrio emocional y, por ende, su capacidad de administrar sus emociones para llevar una vida saludable. Pero hay otras consecuencias muy difíciles de asimilar por los estamentos políticos. Son las secuelas de un embarazo en un cuerpo inmaduro.

Se presenta anemia, infecciones urinarias, duplicación del riesgo de muerte materna en comparación con una mujer adulta, problemas de crecimiento intrauterino, bebés de bajo peso, hemorragia, complicaciones en el parto y otros trastornos asociados, a lo cual se suma la pérdida de oportunidades de educación que por lo general la reducen a realizar trabajos domésticos por el resto de su vida con el consiguiente freno en su desarrollo humano integral.

Por ello no es posible celebrar el parto de una niña a sus 17. Porque ello supone aceptar como válido un hecho patológico de una sociedad que no supera los obstáculos impuestos por un sistema de castas y privilegios, un sistema en el cual la corrupción se ha llevado a la banca extranjera los sueños y oportunidades de más del 50 por ciento de su población, el cual concentra a la juventud menor de 18 años.

Los embarazos en niñas menores de 18 aumentan de manera exponencial, en un ritmo similar a la violencia intrafamiliar, pero también en directa proporción con la pérdida de interés del Estado sobre planes destinados a proporcionar a este grupo los elementos indispensables para asegurarle un desarrollo adecuado para realizar sus sueños de vida. Es decir, si el entarimado institucional funcionara con la orientación social mínima para ejecutar planes derivados de buenas políticas públicas, los embarazos en niñas y adolescentes se reducirían de manera significativa.

Ninguna niña quiere ser madre a los 10, 11 o 17 años. Ellas no son estúpidas, saben que en la educación está su futuro y no en una maternidad forzada por presión de la comunidad y de las autoridades. Comprenden –porque muchas de ellas lo han vivido a través del ejemplo materno- que un embarazo es el fin de sus sueños y el principio de una ruta de esfuerzo y privaciones que no termina jamás. Si tiene la suerte de pertenecer a un estrato más privilegiado, de igual modo el hecho de tener un hijo significa la interrupción de una vida activa y con perspectivas personales de crecimiento y prosperidad, para entrar en un círculo de obligaciones propias de una mujer adulta.

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Blog de la autora: El Quinto Patio 

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