- Era mediodía. La mujer enfiló sus pasos a la Catedral de Notre Dame. La suicida escogió una banca de la iglesia gótica frente al altar del Cristo crucificado. (“Terminaré mirando a Jesús”, había escrito.) El disparo retumbó en la cúpula e interrumpió los rezos de los creyentes. Desconcierto, asombro, incredulidad. ¿Quién decidió matarse de esa manera en un templo y por qué?
/BRAULIO PERALTA/
La bala, calibre .38 penetró el seno izquierdo y se hospedó directo en el corazón. No murió de inmediato. Todavía la llevaron a un hospital de caridad, pero fue imposible salvarla. Ahí quedó su cuerpo inerte: cuatro días con sus noches en la morgue hasta su sepultura en el cementerio Thiais, en las afueras de París.
Ella lo había decidido al escribir un mensaje la mañana del 11 de febrero de 1931: “Antes de mediodía me habré dado un balazo… Soy la única responsable de este acto, con lo cual finalizo una existencia errabunda”.
Era mediodía. La mujer enfiló sus pasos a la Catedral de Notre Dame. La suicida escogió una banca de la iglesia gótica frente al altar del Cristo crucificado. (“Terminaré mirando a Jesús”, había escrito.) El disparo retumbó en la cúpula e interrumpió los rezos de los creyentes. Desconcierto, asombro, incredulidad. ¿Quién decidió matarse de esa manera en un templo y por qué?
Nadie sabía que esa mujer era una aristócrata mexicana que respondía al nombre de Antonieta Rivas Mercado, amante de José Vasconcelos, enamorada inútilmente del pintor Manuel Rodríguez Lozano, madre de Donald Antonio Blair, al que hasta a los 70 años le contaron sobre aquel suicidio porque ella había dejado escrito: “Le dirán que estoy enferma, en un sanatorio, y su padre inmediatamente mandará recogerlo; es mejor para el futuro de mi hijo. Le quedará de mí solo el recuerdo de una infinita ternura”.
Inmortalizada en la pintura de Antonio Ruiz, El Corcito, según Olivier Debroise en Figuras en el trópico, Antonieta aparece con vestido blanco, abrigo de piel y un sombrero de época. La acompañan por la ciudad Manuel Rodríguez Lozano, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Lupe Marín. La obra se intitula “Los paranoicos, los espiritifláuticos, los megalómanos”. Teresa del Conde afirma que no son ni Antonieta ni Lupe Marín: son dos hombres vestidos de mujer y el cuadro es —eso sí—, una despiadada crítica a los gays de la época.
Lo cierto es que Antonieta fue mecenas del grupo Contemporáneos, la cronista de la campaña de José Vasconcelos por la presidencia de México. De ella podemos leer, en su libro La campaña de Vasconcelos, un texto que suena actual:
“El año de 1928 había comenzado. En la límpida meseta mexicana, cuya transparencia ha cantado el poeta, el eco de los acontecimientos políticos se apagaba en la insensibilidad, negligencia y desencanto a la vez de la gran mayoría”.
Desilusionada, tenía apenas 31 años al suicidarse. No conoció el amor a plenitud. Sus nexos con el pintor Manuel Rodríguez Lozano quedan plasmados en sus 87 cartas de amor y otros papeles (“He esperado y contra esperanza, esperaré”). Pocos testimonios de ese valor hay en el México de las mujeres; las cartas valen más que todo lo escrito sobre ella. ¿Ella tuvo la culpa al enamorarse de un homosexual o él es responsable de no hablarle con la sinceridad del caso? Me inclino por lo segundo.
Antonieta es pésima película de Carlos Saura (1982), obra teatral impecable de Juan Tovar, dirigida por José Luis Caballero en 1982 (El destierro), biografía novelada fallida de Fabienne Bradu (1991), un guión cinematográfico de Andrés Henestrosa (que concluye: “sobre el ruido del disparo se hizo el silencio eterno”). El libro más completo pero mal estructurado es el de Kathryn S. Blair, esposa del hijo de Antonieta: A la sombra del ángel, con más de 150 mil ejemplares vendidos.
Falta que una novela que la inmortalice como personaje. Historia de las mujeres, eso ya es un hecho.